Llevaba días caminando con los ojos cerrados o con los pensamientos en ebullición, hasta tal punto que no había sido capaz de levantar la vista para contemplar las maravillas del mundo. Ayer, presencié otra de esas conmovedoras escenas que me hacen sentir que el mundo aún sigue latiendo. O al menos una parte de él.
Erase una vez…
Un olor desagradable llegó hasta mi nariz que sin querer se retorció en unos de esos gestos que públicamente intentamos evitar. El hedor se hizo tan intenso que parecía poder palparse y entonces pasó por detrás de mí tan cerca que rozó mi espalda.
– Señores, llevo más de una hora en la calle pidiendo para comprarme una barra de pan y nadie me ha dado nada. No pido solo dinero, si alguien tiene algo para comer que Dios se lo pague.
Cincuenta años que parecían setenta. Pelo desaliñado, ropa sucia y zapatos rotos. A pesar de superar los 20 grados llevaba un abrigo viejo.
La gente escondía su vergüenza agachando la mirada o la ocultaba tras las pantallas de sus móviles. Yo quedé paralizada, pensando si realmente gastaría el dinero en comida y deseando por un momento invitarle a salir conmigo del vagón e ir a comer a algún sitio. Pero en medio de tantos pensamientos la oportunidad quedó eclipsada por una de las acciones más bonitas que he visto en mucho tiempo. Alguien en ese vagón, desde la más tierna inocencia, contestó al grito de auxilia de aquel hombre.
No debía tener más de 5 años y había estado jugando en la barra central del metro. Se reía ajeno al olor que nos perturbaba a todos y de pronto, por inercia, por propia iniciativa sin que su mama le dijera nada, sacó de su mochila de Mickey Mouse un zumo y extendió su mano hacía el señor.
Las miradas que se cruzaron entre ellos son indescriptibles, pero os aseguro que un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¡Qué gran lección nos acababa de dar a todos aquel niño!
– Qué Dios te lo pague pequeño – dijo el hombre con los ojos vidriosos y una sonrisa de agradecimiento en su cara. Después se alejó.
No pude más que sentirme mal y bien al mismo tiempo.
– Le he dado mi zumo mama – comentó el pequeño cuando el señor ya no estaba.
– Si hijo mío, le has dado lo que tenías.
Ahora me pregunto, ¿Cuándo perdimos esa inocencia y empezamos a pensar con la cabeza y no con el corazón?, ¿Cuándo los valores, la solidaridad, la empatía o incluso la humanidad se quedaron por el camino? Sin generalizar, creo que hemos perdido la capacidad de hacer y dar sin recibir nada a cambio.
Quiero compartir con vosotros una sensación y un deseo de cambio que se ha instalado en mí con mucha fuerza. Algo que lleva años gestándose pero que ahora aflora por cada poro de mi cuerpo como un virus o un germen que yo prefiero llamar deseo. El deseo del cambio y de aportar algo, de ayudar a los demás, de darme a otros, de enseñar, formar, aprender y compartir. Una idea que ocupa todos mis pensamientos y que por fin está pasando de la intención a la acción.
“A veces llega un momento en la vida en el que paras en seco y te preguntas: “¿qué está pasando o qué estamos haciendo mal?” Desde ese mismo instante la idea del cambio queda instalada en tu mente. “Necesito aportar algo”. Es entonces cuando empiezas a pensar en tus experiencias, conocimientos y actitudes para averiguar de qué maneras las puedes poner al servicio de ese cambio”
Escribí esto hace unos días. Por fin, soy capaz de poner en palabras tantas sensaciones albergadas durante años. Por fin entiendo porque soy más feliz cuando ayudo a los demás, cuando “trabajo” con personas, cuando aporto algo, cuando no pienso en la “Meta” sino en el camino, cuando no pienso en dinero sino en sonrisas, cuando me libero de todo egoísmo y me pongo en un segundo plano para priorizar a otras personas que lo necesitan mucho más que yo. Y no soy Santa ni María Teresa de Calcuta. Y lo mejor es que no pretendo serlo. No quiero reconocimientos, no quiero menciones, ni quiero medallas. Quiero pasar tiempo con ellos, quiero compartir sus experiencias, quiero conocer sus problemas e intentar a través de lo poco a mucho que yo sepa ayudarles a cambiar algo y a ser un poco más felices. ¿Es esto tan difícil?
Naufrago en estas ideas desde hace tiempo y por fin creo divisar tierra. Gracias a toda la gente maravillosa que he conocido este año. A todos los que me han aconsejado en algún momento, a los que han confiado en mí y no me han llamado loca, y gracias al niño del vagón de ayer por hacerme levantar la mirada de mi móvil y conectar con el ser humano.
Cuatro palabras se unen para sacar adelante este proyecto: TEATRO, COMUNICACIÓN, DOCENCIA y TERCER SECTOR. Poco más que añadir. Gracias a todos.