¿Puedo ir sin zapatos al cole, mama?

Erase una vez…

Erase una vez una casa que dormía en medio de una ciudad. El viento chocaba contra las ventanas como si quisiera entrar y resguardarse de su propio frío. Llovía. Las gotas de agua resbalaban por los cristales mientras Elena, sentada en la cama con la tímida luz de la mesilla encendida, las contemplaba en silencio. No podía dormir. Llevaba varios días desvelada, dándole vueltas a una pregunta que le había hecho su hija unos días atrás.

Ana tenía sólo cinco años. Cinco infantiles, tiernos y felices años. Hasta aquella mañana, Ana nunca había sorprendido a su madre con ninguna pregunta incómoda o difícil de contestar. Nunca había demostrado ninguna preocupación por algo que no fueran sus juguetes o sus amiguitas del colegio. Quizás por eso se quedó Elena tan pensativa. Por eso y porque aún no había encontrado la respuesta que darle a su hija ni la respuesta que darse a sí misma.  

Era martes por la noche. Ana no había querido cenar y llevaba toda la tarde muy callada. La luz que brillaba siempre en sus ojos se había apagado. Su sonrisa, capaz de arrancar otra a quien la mirara, tampoco estaba en su rostro. No estaba enferma ni tenía fiebre. Elena le preguntó varias veces si le había pasado algo en el colegio pero Ana solo negaba con la cabeza.

Esa noche llovía con fuerza. Elena decidió acostarse junto a su hija y acurrucarla bajos esos brazos protectores que sólo una madre tiene. Cuando el sueño se apoderó de las dos y la casa dormía con ellas al son de la lluvia, Ana empezó a gritar:

          ¡¡Salta, salta, salta!!

Elena se despertó de golpe y asustada desveló a su hija que todavía gritaba entre sueños.

          ¿Qué te pasa Ana?

La niña sólo lloraba. Quedo sin respuesta la pregunta de con qué estaría soñando su hija. Durante los 3 días siguientes Ana estaba triste, apagada, moviéndose casi por inercia, arrastrando los pies como ningún niño debería hacerlo nunca. Los niños no deberían tener la capacidad de sufrir ni de entender el sufrimiento. Para eso están, en todo caso, los adultos.

Durante las 3 noches siguientes Ana se despertó gritando siempre lo mismo:

          ¡¡Salta, salta, salta!!

Elena nunca obtenía respuesta a la preocupación de su hija, hasta que a la mañana del cuarto día, sentada delante de su tazón de cereales de chocolate y en mitad de un silencio poco habitual en las mañanas de aquella casa, Ana pronunció unas palabras muy despacio y casi en un susurro:

          Mamá, ¿Por qué tienen que saltar para vivir como nosotros?

          ¿Qué dices hija? – preguntó sin entender Elena

          ¿Por qué tienen que saltar para vivir como nosotros?

          ¿Quiénes hija? ¿saltar el qué?

          Los que no son como nosotros. La valla alta, mama.

          ¿De dónde has sacado eso Ana?

          En clase hay un niño que no es como nosotros. Tiene la piel negra porque yo creo que ha tomado mucho el sol. Y hay otro niño de mi clase que tiene pecas y dice que el niño que no es como nosotros ha saltado una valla muy alta y que no puede estar aquí. Dice que se tiene que ir al otro lado donde todos son como él y donde van sin zapatos y yo no entiendo por qué no puede estar aquí y por qué al otro lado la gente va sin zapatos. Mama, ¿van sin zapatos porque viven en la playa y toman todo el día el sol o porque allí no hay tiendas de zapatos? ¿Podemos saltar un día la valla y llevar los zapatos que tenemos nosotras? ¿Yo también puedo ir sin zapatos al cole, mama? Quiero ser como el niño de mi clase que tiene la piel negra. No quiero ser como el niño de las pecas. ¿Puedo mama?

Elena se quedó muda. Desde hacía unos segundos sus ojos no habían podido soportar las ganas de llorar y, como ese grifo que no se puede cerrar, había empapado su cara, el mantel y la manga con la que se secaba la cara. ¿Qué podía decirle a su hija que sabía más que muchos adultos?

          Tienes que llevar zapatos Ana, pero no puedo explicarte por qué los niños del otro lado de la valla no los llevan. Sólo puedo decirte que no son diferentes a ti, pero tienen menos suerte y las cosas más difíciles. Ojala tuviera una respuesta mejor, pero no la tengo. Sólo intenta cuidar a toda la gente que te encuentres por la vida, sobre todo a los que no lleven zapatos.

Ana agarró su tazón de leche y empezó a desayunar. Elena nunca supo si su hija había entendido lo que quería decirle pero en realidad había sido la pequeña la que le había dado una gran lección. Su hija de cinco años había sabido mirar en el corazón de su compañero de clase y habría saltado aquella valla cargada con una maleta de zapatos si hubiera podido. Ella sólo tenía cinco años y no podía hacerlo, pero ¿cuánta gente sí tiene la posibilidad y no lo hace?

Si no queremos mirar, nunca veremos. Pero nos guste o no, las cosas están así y no deberían.