Solidaridad desde la tierna infancia

Echa una mano

Llevaba días caminando con los ojos cerrados o con los pensamientos en ebullición, hasta tal punto que no había sido capaz de levantar la vista para contemplar las maravillas del mundo. Ayer, presencié otra de esas conmovedoras escenas que me hacen sentir que el mundo aún sigue latiendo. O al menos una parte de él.

Erase una vez…

Un olor desagradable llegó hasta mi nariz que sin querer se retorció en unos de esos gestos que públicamente intentamos evitar. El hedor se hizo tan intenso que parecía poder palparse y entonces pasó por detrás de mí tan cerca que rozó mi espalda.

–          Señores, llevo más de una hora en la calle pidiendo para comprarme una barra de pan y nadie me ha dado nada. No pido solo dinero, si alguien tiene algo para comer que Dios se lo pague.

Cincuenta años que parecían setenta. Pelo desaliñado, ropa sucia y zapatos rotos. A pesar de superar los 20 grados llevaba un abrigo viejo.

La gente escondía su vergüenza agachando la mirada o la ocultaba tras las pantallas de sus móviles. Yo quedé paralizada, pensando si realmente gastaría el dinero en comida y deseando por un momento invitarle a salir conmigo del vagón e ir a comer a algún sitio. Pero en medio de tantos pensamientos la oportunidad quedó eclipsada por una de las acciones más bonitas que he visto en mucho tiempo. Alguien en ese vagón, desde la más tierna inocencia, contestó al grito de auxilia de aquel hombre.

No debía tener más de 5 años y había estado jugando en la barra central del metro. Se reía ajeno al olor que nos perturbaba a todos y de pronto, por inercia, por propia iniciativa sin que su mama le dijera nada, sacó de su mochila de Mickey Mouse un zumo y extendió su mano hacía el señor.

Las miradas que se cruzaron entre ellos son indescriptibles, pero os aseguro que un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¡Qué gran lección nos acababa de dar a todos aquel niño!

–          Qué Dios te lo pague pequeño – dijo el hombre con los ojos vidriosos y una sonrisa de agradecimiento en su cara. Después se alejó.

No pude más que sentirme mal y bien al mismo tiempo.

–          Le he dado mi zumo mama – comentó el pequeño cuando el señor ya no estaba.

–          Si hijo mío, le has dado lo que tenías.

Ahora me pregunto, ¿Cuándo perdimos esa inocencia y empezamos a pensar con la cabeza y no con el corazón?, ¿Cuándo los valores, la solidaridad, la empatía o incluso la humanidad se quedaron por el camino? Sin generalizar, creo que hemos perdido la capacidad de hacer y dar sin recibir nada a cambio.

Quiero compartir con vosotros una sensación y un deseo de cambio que se ha instalado en mí con mucha fuerza. Algo que lleva años gestándose pero que ahora aflora por cada poro de mi cuerpo como un virus o un germen que yo prefiero llamar deseo. El deseo del cambio y de aportar algo, de ayudar a los demás, de darme a otros, de enseñar, formar, aprender y compartir. Una idea que ocupa todos mis pensamientos y que por fin está pasando de la intención a la acción.

“A veces llega un momento en la vida en el que paras en seco y te preguntas: “¿qué está pasando o qué estamos haciendo mal?” Desde ese mismo instante la idea del cambio queda instalada en tu mente. “Necesito aportar algo”. Es entonces cuando empiezas a pensar en tus experiencias, conocimientos y actitudes para averiguar de qué maneras las puedes poner al servicio de ese cambio”

Escribí esto hace unos días. Por fin, soy capaz de poner en palabras tantas sensaciones albergadas durante años. Por fin entiendo porque soy más feliz cuando ayudo a los demás, cuando “trabajo” con personas, cuando aporto algo, cuando no pienso en la “Meta” sino en el camino, cuando no pienso en dinero sino en sonrisas, cuando me libero de todo egoísmo y me pongo en un segundo plano para priorizar a otras personas que lo necesitan mucho más que yo. Y no soy Santa ni María Teresa de Calcuta. Y lo mejor es que no pretendo serlo. No quiero reconocimientos, no quiero menciones, ni quiero medallas. Quiero pasar tiempo con ellos, quiero compartir sus experiencias, quiero conocer sus problemas e intentar a través de lo poco a mucho que yo sepa ayudarles a cambiar algo y a ser un poco más felices. ¿Es esto tan difícil?

Naufrago en estas ideas desde hace tiempo y por fin creo divisar tierra. Gracias a toda la gente maravillosa que he conocido este año. A todos los que me han aconsejado en algún momento, a los que han confiado en mí y no me han llamado loca, y gracias al niño del vagón de ayer por hacerme levantar la mirada de mi móvil y conectar con el ser humano.

Cuatro palabras se unen para sacar adelante este proyecto: TEATRO, COMUNICACIÓN, DOCENCIA y TERCER SECTOR. Poco más que añadir. Gracias a todos.

Afilando el hacha

Erase una vez…

Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy, muy lejano, existió un pequeño pueblo de leñadores. Entre todos los hombres fuertes, uno destacaba como el mejor, Brazo de Acero, le llamaban. Los hombres le admiraban y las mujeres le amaban porque con su brazo era capaz de cortar en un día la leña necesaria para todo un invierno.
Un día llegó al pueblo un Rey muy rico que les propuso un juego.

– Le entregaré una gran fortuna a quien consiga talar más árboles en el plazo de siete días – dijo el Rey. Volveré en una semana para que podáis preparaos.

Durante la semana siguiente, Brazo de Acero se dedicó a fanfarronear entre las mujeres los grandes regalos que les haría cuando ganara la fortuna. El resto de los hombres, sólo los cinco que se atrevieron a participar, se dedicaron a entrenar día y noche. Menos uno de ellos, el más delgadito del pueblo. Él se encerró en su casa sin que nadie supiera lo que hacía.

Y por fin llegó el gran día. El Rey volvió y repartió las tierras entre los seis hombres. El mismo número de árboles para cada uno.
Brazo de Acero dedicó día y noche, todas y cada una de las horas que tenía a talar árboles. No paró ni un segundo a descansar. Su fatiga se consolaba tras las monedas de oro que rondaban su cabeza. Y así, árbol tras árbol, fue realizando su tarea.

El segundo día uno de los participantes se rindió. El tercer día otros dos se retiraron. El cuarto día acabó con otro de los participantes. Los brazos hinchados, el dolor de espalda y el cansancio, lograron que poco a poco todos los participantes abandonaran hasta que sólo quedaron Brazo de Acero y el chico delgadito por el que nadie apostaba nada.
Al quinto día Brazo de Acero hizo una breve parada que duró segundos y percibió el silencio del bosque. Sorprendido y extrañado se preguntó:

– ¿Qué estará haciendo ese escuchimizado que no tala y no escucho árboles caer?, ¿se habrá rendido ya? Qué fácil va a ser ganar este premio.

Y continuó talando. Así pasó el sexto día y por fin llegó el séptimo. Para sorpresa de todos, el chico llegó al final y se presentó junto a Brazo de Acero ante el Rey.

– He realizado el recuento de árboles – Dijo el Rey – y sin duda hay un ganador.
Brazo de Acero dio un paso al frente esperando recibir su fortuna pero de pronto el Rey anunció al ganador.
– Chico, acércate, tú eres el ganador. Cuéntanos cómo lo has conseguido, estamos todos expectantes. Has talado sin duda muchos árboles más que tu fornido contrincante.
El chico, tímido, se acercó al Rey.
– Lo único que he hecho es hacer descansos y afilar el hacha. Si yo me encuentro cansado y mi herramienta no funciona, no podré ser productivo. La semana anterior a la competición estuve en mi casa, tranquilo, durmiendo, comiendo bien y preparando mi hacha. Y durante esta semana he intentado esforzarme al máximo en los tiempos que debía hacerlo y descansar en los momentos en los que debía parar. Mi mente me ha mantenido con fuerzas. Es eso todo lo que he hecho.
– Imposible – replicó Brazo de Acero- yo no he descansado ni un segundo, he talado sin parar día y noche durante siete días, es absolutamente imposible.
– ¿Y cómo está tu hacha? – le preguntó el Rey- ¿Y tu brazo?, ¿y tu mente?
Brazo de Acero permaneció en silencio.
– Ahí tienes la respuesta. Toma descansos, distancia, respira, despeja la mente y sobre todo, afila el hacha. Si no, nunca alcanzarás tus objetivos porque el cansancio se lo impedirá.

La primera vez que escuché esta historia, de una manera diferente, me erizó la piel. Era justo lo que necesitaba escuchar.

Me he dado cuenta de que vivimos con prisa, vivimos corriendo, vivimos pensando en lo que haremos después, y mañana y pasado. Vivimos en el futuro con la angustia de que tenemos que alcanzar las metas sin preocuparnos de afilar el hacha, de hacer descansos, de pensar y de darle a la mente la oportunidad de recuperarse.

Yo misma he vivido con miedo, ansiedad y angustia. Con obligaciones que yo sola me ponía en la mochila. Con deberes que nadie me exigía, más que yo misma. Con esa presión en el pecho y esa sensación de “estar perdida”.

Ayer mismo estuve a punto de volver a hacerlo. De volver a meterme en un largo camino sin estar segura de querer recorrerlo, sin estar segura de que sea el momento, sin estar segura de estar preparada y sin escuchar a mi cabeza que me pide un descanso. Pero creo que es hora de afilar el hacha. Y esto no quiere decir dormirse en los laureles, abandonar los sueños y rendirse. Al contrario. Significa parar para coger la fuerza necesaria para dar el salto. Ese impulso sin el que no es posible hacer nada.

¿Y ahora? Ahora a vivir. A dedicarme tiempo. A cuidarme. A mimarme. A darme el permiso de no hacer nada o a darme el permiso de hacer lo que realmente me apasione. Sin presiones. Si consigo liberarme de todo lo que me auto exijo, quizás logre llegar a donde quiero sin dejar en el camino tantos dolores de barriga.

hacha

3, 2, 1… OCUPADA. ME FUI A AFILAR EL HACHA.

El amor se hace en cada omelette

Hace tiempo que no cuento cuentos y no porque las historias no impacten en mi retina. En cualquier caso, hoy quiero compartir una de esas historias que hay que contar, de las que ponen la piel de gallina y a las chicas cara de «¡ay! qué bonito…». Y lo cierto es, que más allá de ser bonito, es una historia verdadera historia de AMOR, con todo lo que el amor conlleva.

Erase una vez…

Si este cuento fuera un cuento de hadas empezaría con algo como “hace mucho, mucho tiempo…” pero lo cierto es que no hace mucho tiempo. Hace exactamente un año.

Han pasado cuatro estaciones desde que la locura cegando a la razón hizo que se encontraran en un primer beso. Sin embargo, habría que remontarse unos meses atrás para entender porque las distancias se acortaron y los corazones que hasta ese día latían por separado, pasaron a cantar al unísono.

Otoño. Septiembre. Campanas de boda. La princesa vestía de verde y tres pequeñas perlas del mismo color adornaban su peinado. Nervios acumulados por el importante enlace. Todo estaba listo. Las flores, la música… todo, menos las palabras. Palabras improvisadas que cautivaron a muchos. Pero sobre todo a uno.

– Es ella – pensó el príncipe en un susurro.

Música, bailes, miradas. Noche encantada y culpable de todo lo que estaba por venir, aún cuando la princesa no era ni remotamente capaz de sospecharlo.

Los días se sucedieron con encuentros casuales, miradas furtivas y prohibidas. Y llegó la despedida. “Este mundo es como un queso, tan redondo y tan blandito, aunque yo me vaya lejos, quédate a mí pegadito”… y se fue. El príncipe volvió a su reino al otro lado de los mares, lejos, donde el horizonte se pierde.

Sin embargo, si para muchos “la distancia hace el olvido” a nuestros protagonistas les pasó lo contrario. Como si de dos árboles viejos se tratara, sus raíces se estiraron tanto que llegaron a tocarse. Doce mil kilómetros no fueron suficientes para romper los lazos, que mágicamente, se habían construido en sólo unos días y que sin darse cuenta empezaban a alimentar cada vez con más intensidad.

– Parece cosa de brujería – pensaba la princesa. ¿Estaré hechizada?

Los días pasaban y los corazones latían cada vez con más fuerza. Capaces de juntar dos continentes con un suspiro llegó el momento de volver a verse. El príncipe, que era todo un caballero y el más apuesto y valiente de su reino, no lo dudó ni un minuto y emprendió un largo y complicado viaje hasta su amada.

La princesa, que llevaba días sin pisar el suelo, flotando y sonriendo como una quinceañera, montó en su caballo y acudió a su encuentro. De lo que sucedió después tenemos sólo algunos datos, pero forman parte de otra historia…

Mensajes en botellas,

Palomas mensajeras,

Miradas de cristal,

Susurros de verdad,

Distancia imperceptible,

Amores que se escriben:

Te espero, me esperas. Te amo, me anhelas.

Sólo sé y por todos es sabido, que mucha cosas les han pasado desde entonces. Y por eso, hoy, en este 22 de mayo, les dedico mis palabras, mis pensamientos y mi corazón para pedirles que sigan luchando y para felicitarles por todo lo conseguido. Cuando dos personas se miran y brillan, cuando todos los obstáculos parecen decirles que no es una buena idea y sin embargo, siguen adelante, cuando nada parece tener sentido si no lo hacen juntos, cuando a pesar de los tropiezos las fuerzas siguen intactas, cuando dos personas tienen lo que todos desean y pocos encuentran, entonces, tienen el derecho y casi la obligación de ser felices y comer perdices. Mi regalo para los que aman, los que luchan, los que no se rinden y los que sueñan. Porque si algo tienen claro es que “el amor se hace en cada omelette”.

distancia

Una baldosa más

Todos unidos

Todos unidos

“caminante no hay camino, se hace camino al andar”

Qué importante es entender que la vida es el camino y no a dónde queremos llegar. La meta es el final. Y por supuesto que mirar atrás y ver el recorrido debe producirnos orgullo y alegría, pero… no olvidar que la vida es el camino.

Érase una vez…

Una chica que encontró su camino y se atrevió a caminar. Así narra cómo comenzó todo.

Volver a esos pasillos. Ese olor. Ese ambiente de inocencia, sueños y vergüenzas. Retroceder 10 años y ser perfectamente consciente de lo que tu mente albergaba hace tantas primaveras, cuando aún los sueños superaban las obligaciones y las vergüenzas paralizaban las iniciativas. “Juventud, divino tesoro”. Así cantaba mi abuela, así cantan todas las abuelas con cierta nostalgia en sus palabras y ese inconfundible brillo de emoción en sus ojos.

Abro la puerta y ya están sentados. Me miran fijamente casi como a una autoridad cuando no hace mucho yo estaba sentada exactamente en el mismo sitio que ellos, con las mismas dudas, con las mismas ganas. Y yo sólo quiero transmitirles lo que ahora sé y antes ignoraba. Sólo quiero ayudarles a pensar, compartir y defender sus opiniones. A debatir. A prepararse para la vida que aún creen de color de rosa. Pero, me pregunto, si les enseñamos todos los trucos, ¿dónde quedan las maravillosas equivocaciones con las que se crece? He oído muchas veces la frase de “si pudiera volver atrás sabiendo lo que ahora sé”… ¿qué harías?, te pregunto. ¿Qué harías sin un día te levantas con 16 años pero con las experiencias y vivencias de alguien de 40?, ¿No es bastante absurdo? Nos pasamos la vida queriendo tener la edad que no tenemos, queriendo saber más, ser más jóvenes, más mayores, más de todo lo que no somos y no nos damos cuenta de que algún día querremos volver a ser lo que somos hoy y no valoramos.

Nos presentamos. Pasaremos con ellos unas semanas y para romper el hielo les decimos que nada de lo que hablemos entra en el examen. Se relajan. Algunos sonríen. Otros, tímidos, miran al cuaderno. Aún necesitamos tiempo de conquista. Sin embargo, para nuestra sorpresa, responden muy bien a nuestras preguntas y de pronto se genera algo mágico. Compartimos una hora de debate y me parece un regalo conocer sus pensamientos, viajar por sus inquietudes y sus deseos pero, sobre todo, ver como algunos defienden lo indefendible, otros alzan la voz y algunos brillan con esa luz característica de un futuro líder. Lo mejor es que no tienen miedo. Son pequeños adultos aún sin responsabilidades grandes pero con la gran carga a sus espaldas de “tener que elegir bien para forjar su futuro”. Recuerdo esa losa y pesaba mucho.

El tiempo vuela como lo hace cuando estás bien. Y las mariposas de satisfacción aparecen en el estómago. La sensación del trabajo bien hecho y de ayudar a los demás dando lo mejor de uno mismo aflora por todos los poros del cuerpo mientras una sonrisa imborrable me acompaña el resto del día. Y todo gracias a ellos.

Hace mucho tiempo, casi ni recuerdo cuando empecé a sentir esto, que sé que quiero dedicar mi vida a trabajar con personas, para las personas y por las personas. Me gusta la gente. Me gusta ayudar y dar lo mejor de mí para conseguir que otros avancen porque en su camino me ayudan a forjar el mío.

Es difícil describir el conjunto de sensaciones que tengo cuando hago teatro, cuando escribo, cuando escucho a alguien y me pide consejo, cuando estoy con los chicos en el curso que os acabo de describir de voluntariado, cuando me rodean niños pequeños con ganas de pasarlo bien… todas estas actividades ayudan a mantener el corazón vivo, a enfriar la cabeza y alejarla de la rutina, a encontrarte contigo misma a través de los demás y de sus miradas y sonrisas. No sé si sabéis de lo que os hablo”.

Hay momentos en la vida en los que uno cree ver las baldosas del camino que parecía difuso. Por fin un día te levantas y dices: “es esto lo que quiero”. Da igual que ese momento llegue con 18 años, 30 o 70. Lo importante es que llegue y que cuando lo haga no te paralice el miedo. Porque tener miedo no es malo, a veces dicen los psicólogos que es hasta sano, prudente. Sin embargo, el miedo que impide alcanzar los sueños es el mayor enemigo.

Es difícil. Y si lo digo es porque lo sé. Cambiar, reinventarse, volver a empezar, enfrentarse a los “deberías” y anteponer los “me encantaría” en esta sociedad en la que la “titulitis” está a la orden del día, en la que se nos enseña a buscar la estabilidad, el trabajo “para siempre”, la familia perfecta y la casa con valla blanca. Y a veces nos olvidamos de la aventura, del riesgo, de la adrenalina, de la pasión y de todo lo que se aprende de los errores y los fracasos, que no son otra cosa que el impulso que necesitamos para alcanzar nuestros sueños. Que ¡ojo!, la familia perfecta y la casa con valla blanca son sueños maravillosos, lícitos y que es posible que hasta yo misma comparta. Pero no hablo de eso. Porque eso es la meta. Hablo del camino para llegar a conseguir todo eso.

Creo que SÍ SE PUEDE. Cuesta, pero se puede. Os invito a reflexionar si tenéis lo que queréis. Si conseguisteis los que soñabais. Si os despertáis cada día con ilusión por estrujar las horas venideras. Y si no lleváis demasiados años diciendo “mañana lo hago, algún lo intento, ahora no es el momento”. No hay momentos buenos cuando la situación de confort es muy buena.
Sin sonar pretenciosa, ambiciosa o ilusa, os diré que me siento feliz por haber encontrado lo que me hace feliz y es algo tan sencillo como ayudar a los demás, trabajar con personas y aportar lo que tengo y lo que soy para mejorar, en la medida de mis posibilidades, otras vidas. Creo que nunca me faltaran momentos de satisfacción porque el mundo está lleno de gente. Hoy alzo la copa por todos los que empezamos a ver las baldosas del camino. Y brindo por los que aún no las ven pero luchan por hacerlo. Algún día, aparecen. Lo importante es seguir caminando.

camino

Cuando las palabras sobran, el corazón habla

“Contracciones de amor van y vienen de ti por dentro y por fuera de repente los latidos se aceleran”

La primera vez que escuché esta canción con ella estábamos en aquella habitación pequeña donde te visitan los hombres de bata blanca. Tumbada sobre la cama, le ofrecí uno de mis auriculares para compartir, lo que en ese momento yo pensaba que era, una preciosa canción de amor.

Normalmente ella nunca escucha las letras de las canciones. Se queda con las melodías y no presta demasiada atención. Pero aquel día, después de la primera estrofa, agarró mi mano con fuerza y pude sentir los latidos de su corazón.

Tres, cuatro minutos estrechadas las dos en una misma pulsación, en silencio, con nuestros ojos empapados en emoción; los suyos por la letra y los míos por los suyos.

–          ¿Te gusta mama?- le pregunté cuando la canción tímidamente terminó para dar paso al silencio que me atreví a romper. ¿Es una bonita historia de amor entre un chico y una chica verdad?

–          Si hija, es una gran historia de amor, pero no entre una pareja sino entre una madre y su bebe, que algún día entenderás que es el amor más grande e incondicional que existe.

Yo era demasiado pequeña. Caminaba por esa tierna edad en la que empiezas a pensar en los chicos pero no en los bebes. El estomago se me encogió y comprendí de pronto toda la letra de la canción, esa que tantas veces había escuchado sin atenderla o sin entenderla. Nuestras manos seguían agarradas y me di cuenta de que siempre lo habían estado. Esa persona absolutamente fiel que me había dado la vida había hecho mucho más: cuidarme. Me había enseñado a hablar, a caminar, a pensar… y sin darme cuenta, poco a poco, me estaba enseñando a luchar, a soñar, a sonreír incluso cuando apetecía llorar, a ser adulta siendo niña, a no perder nunca la inocencia, a equivocarme… en definitiva, esa mujer, que todavía estrechaba con fuerza mi mano, me estaba enseñando a vivir.

Los años han ido pasado y la complicidad, el cariño, los consejos, los abrazos, los apoyos, los te quiero, los “tu puedes”, la confianza y el amor han sido la columna vertebral de una relación que cada día crece.

Todo, absolutamente todo lo que pueda decir hoy de mi madre, queda corto. Queda lejos. Queda escaso. Queda absurdo, al lado de lo maravillosa que es. Sé que todos decimos que tenemos “la mejor madre del mundo”. Todos o casi todos. Lo siento por aquellos que no lo piensen y lo celebro por quienes sí la tengan. En cualquier caso, no porque ayer fuera su día sino porque lo son todos y cada uno de los días desde que me llevaba en su tripa y me ponía música clásica, desde que me acariciaba a través de su barriga, desde que me pusieron por primera vez en sus brazos y sentí ese calor que jamás ha desaparecido. Conocer a mi madre y compartir la vida con ella es un privilegio que agradezco cada día. No sé si fue azar, el destino o suerte. Sólo sé que no elegimos donde nacemos pero sí elegimos dónde vivimos. La familia de sangre no se escoge. Pero si me preguntas, te diré, que ni soñándolo un millón de años habría sido capaz de elegir mejor a las personas con las que tengo la enorme suerte de compartir mi vida.

Poco más que darte las gracias, mama. Ojala algún día yo sea para mi hija la mitad de lo que tú significas para mí.

Por mi madre, por la tuya y por todas las madres del mundo, alzo mi voz y mis pensamientos para agradecer su valentía, su esfuerzo y sacrificio, su amor incondicional y su dedicación.

Cuando las palabras sobran, el corazón habla.

Quien tropieza y no se cae, da dos pasos hacía delante

sigue-tu-felicidad

“Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores”

No lo digo yo, lo dijo Jorge Luís Borges en su poema Instantes. Versos llenos de sabiduría, de experiencias vividas y de deseos de haber vivido de otra manera. Desde la primera vez que lo leí hasta la última hace escasos dos minutos, siempre he sentido lo mismo. Una mezcla extraña de nostalgia y angustia con ganas y deseo de luchar. Luchar por no llegar al final arrepentida, no de lo vivido sino de lo no vivido (que creo que es aún peor).

Pero… qué difícil resulta eso. Siempre me ha parecido cómodo hablar desde lo conocido. Mirar atrás y criticar las elecciones vitales es fácil. Pero, como alguien a quien admiro me dice de vez en cuando: “En la vida hay que tomar decisiones y normalmente hay como mínimo dos opciones. Hasta que se toma la decisión cualquiera es válida. Pero una vez tomada, decisión acertada. Vivir en el “y si” es peligroso”.

Por eso creo que vivir consiste en equivocarse y en aprender. Y os lo dice alguien que hasta hoy aún no lleva bien los tropiezos. Sé que duele tropezar y que cada vez que lo hacemos pensamos: “¡otra vez no!, ¿por qué a mí?, es la última vez que me pasa”. Sí, esa frase me encanta, la de “es la última vez que… me enamoro, que confío en alguien, que invierto dinero, que digo que “sí” cuando quiero decir “no”… Pero no hay que desesperar. Nos volveremos a enamorar, volveremos a confiar, volveremos a arriesgar y volveremos a decir que “sí”. Sin embargo, poco a poco, aprenderemos a distinguir quién se merece que le amemos, en quién podemos confiar, hasta dónde debemos invertir y, sobre todo, aprenderemos a decir que “no”. Porque, como muy bien explica Jose Luís Casal, detrás de cada caída hay una elección que debe ser aprendida.

Yo hoy, lejos de poder dar consejos porque aún el camino que me falta por vivir es más largo que el ya vivido, voy a tratar de hacer un ejercicio extraño, algo que espero leer dentro de mucho tiempo. Voy a intentar pensar como la Arual de dentro de 40 años para hablarle a mi “Yo” de ahora. Y a ver qué pasa…

Érase una vez…

Despierta. Abre los ojos. Frena un poco. ¿Por qué corres tanto? Vives con la prisa de quien espera siempre llegar a un estado mejor sin darse cuenta de que cada momento es el mejor de su vida. Sí, incluso la semana pasada cuando lloraste, incluso ese día que te fue mal en el trabajo o cuando te peleaste con aquella amiga. Nada tenía tanta importancia como creíste. Las cosas realmente importantes pasan “un martes cualquiera a las cuatro de la tarde”.

Sal a la calle y no siempre esperes a que haga sol. Aprende a disfrutar del invierno. No dejes que el frío afecte a tu humor. Toma esa ducha de lluvia que te recomendaron.

Salta, canta y baila todas las veces que te apetezca. Hazlo incluso en el metro, en esos momentos en los que tímidamente mueves el pie o la punta de los dedos cuando en realidad desearías mover todo tu cuerpo y gritarle al mundo lo tremendamente feliz que te está haciendo escuchar esa canción.

Ríe. Ríe cada día y ríe mucho. A carcajadas. Si nadie te cuenta nada gracioso búscalo tú. Busca chistes, monólogos, historias, recuerda aquella anécdota de tu mamá o de tu amiga, lo que sea, pero ríete. Ríete un buen rato hasta que te duelan los mofletes. Date el permiso de sentirte ridícula de tanto reírte sola. Sola o acompañada.

Pero ahora en serio, no te sientas nunca ridícula. El ridículo está sobre valorado y además es algo que juzgan aquellos que nunca se atreven a hacer nada.

Ayuda a todo el mundo. No esperes nada a cambio y se consciente de que es probable que nunca recibas tanto como das. No te sientas frustrada. Aprende a disfrutar de los pequeños detalles, de todo lo que el mundo, la vida y tú gente te aporte cada día (de una manera o de otra).

Lee, pero hazlo de verdad. Tienes muchos libros empezados y otros en la estantería cogiendo polvo y esperando a que saques tiempo. No dejes pasar más esa película de cine que te apetecía ver o esa obra de teatro. Puede que la vuelvan a poner pero, ¿y si no? El arte es algo sin lo que no debes vivir.

Prioriza. El tiempo es finito aunque vivas pensando que no. Sé que siempre has pensado que “el que mucho abarca, mucho aprende” pero hay un tiempo para cada cosa y cada cosa requiere su tiempo.

Vuelve al gimnasio. Y no por todo lo que las modas digan. Vuelve al gimnasio para demostrarte a ti misma que sí tienes esa fuerza de voluntad que crees no tener.

Escucha a quienes te rodean. Pero a los que te quieren e intentan ayudarte. No siempre te dirán lo que quieres escuchar, pero están para eso.

No busques la perfección, si algún día la consigues, ¿qué harás al día siguiente? La vida es constante superación, aprendizaje y tropiezos. No intentes saltarte todos los pasos. No llegarás antes, llegarás peor.

Escribe. Sigue escribiendo y persigue tus sueños. Sin prisas pero sin conformismo. No todos creerán en ti, pero no importa. Lo realmente importante es que tú misma te lo creas. Existe una especie de magia entorno a las personas que confían en ellos mismos. Una especie de imán. Conviértete en un imán.

Y, conociéndote, estoy segura de que ahora mismo piensas que es muy fácil que yo, que ya he vivido tanto, te diga todo esto. Y tienes razón. Relee todos mis consejos y no los olvides pero tampoco los sigas al pie de la letra. Sáltate de vez en cuando las normas. Da igual todo lo que te diga porque son cosas que sólo tu comprobarás cuando tengas mi edad. Ahora, si pudiera darte un solo consejo, yo que te conozco mejor que nadie, te diría: Equivócate, que duele pero enseña.

Arual se quedó en silencio unos segundos y pensó: ¿Y ahora qué?

Una vocecilla interna, esa que todos tenemos y pocos escuchamos, le respondió: Ahora a vivir. Sin normas, sin reglas, sin prisas, sin pausas. Con sueños, con ganas, con amor, con entusiasmo. Como puedas, como sepas o como aprendas.

felicidad

SENTIR como forma de vida

Durante dos o tres segundos contienes la respiración. Sueltas el aire y vuelves a cogerlo. Algunos saltan, otros gritan, otros meditan, otros sueltan el cuerpo, la voz, repasan el texto… Sabes que estás a punto de construir y regalar un momento único. Algo mágico. Un paso al frente y, 3, 2, 1. El traje que llevas todos los días queda colgado en el aire, como suspendido. Y mientras te alejas parece que le escuchas decirte «vete, pero vuelve».

No sé responder exactamente a eso de «¿el actor nace o se hace?» Y supongo que en hay parte de las dos cosas. Pero más allá de ser o no ser, de hacerse o no hacerse, creo que la clave está en SENTIR. Quien siente «es o se ha hecho». Y punto. Y me da igual que venga de la escuela más cara y prestigiosa del mundo o de una escuela de barrio, no importa si lleva 40 años o dos meses. Si siente y transmite, «es actor». Y no hay otro fin. Intentaría poner en palabras de lo que os estoy hablando pero es una sensación inexplicable sale de un lugar inconcreto, imperceptible, desconocido y aflora por todos los poros de nuestro cuerpo, desde la mente al corazón y del corazón a la mente, recreándose en el estómago, los pulmones, la piel…

La primera vez que se siente asusta un poco. Piensas: «Mierda, a esto me engancho seguro». ¿Y cómo no hacerte adicto a la enorme sensación de libertad y creatividad, a la magia de construir e imaginar, al placer de jugar e inventar, al privilegio de contar y soñar, pero sobre todo, al honor de hacer soñar a otros contigo y de compartir tanto sentimiento con desconocidos dispuestos a dejarse arrastrar hasta perder la noción del tiempo y el control sobre sus emociones, de las que tú, si estás jugando bien, eres dueño en ese momento?

Creo que todo el mundo debería experimentarlo alguna vez y cuanto antes mejor porque, desde mi humilde punto de vista, cuanto más tiempo pasa más tiempo se están perdiendo. Claro que esta es sólo mi opinión y sólo puedo contaros mi experiencia porque no acostumbro a hablar de lo que no sé. Con el corazón en la mano, creo, sinceramente, que sólo el que no lo ha conocido puede vivir sin hacer teatro.

Teatro en escena

Teatro a escena

 Eráse una vez…

Tenía cuatro años cuando me pasó por primera vez. Supongo que llegó a mí de manera absolutamente casual y aún, en ese momento, no sabía bien lo que hacía o la repercusión que tendría en mi vida. Por aquel entonces era una manera de pasar los domingos por la tarde. Recuerdo aquellos lazos verdes en mi pelo, el vestido blanco, las canciones. Entrar en escena de la mano de mi «madre» y con más niños a mi alrededor. Era como un juego. Ya había captado la esencia y caído en las redes de su magnificencia. Ahora no recuerdo si en aquel momento era consciente o no de que tantos ojos nos miraban. Pero sí me acuerdo de que cuando llegó el final escuché los aplausos. La gente sonreía, estaba féliz… Desde aquel momento quedé ligada al teatro. No volví a bajarme de un escenario hasta muchos años después…

Fui a clase, formé parte de compañías de teatro, viajé, actúe, unas veces delante de 100 personas y otras veces delante de 3000, y os puedo asegurar que la sensación es la misma. Conseguir llegar sólo a uno de los que me regalan su tiempo y se entregan a la aventura de creer conmigo, es la mayor satisfacción del mundo.

El teatro no sólo te enseña a subirte a un escenario. Eso puede hacerlo, mejor o peor, casi cualquiera. El teatro es una filosofía de vida, es una manera de enfrentarse al día a día, a los problemas, a los demás y a uno mismo. Supongo que todo esto suena a psicología, pero es que, en el fondo, en el teatro hay mucha psicología. Hay mucho amor, mucha confianza, mucho riesgo, mucha pasión, mucho trabajo, mucha paciencia, mucha complicidad. Hay tanto de todo que es una pena perdérselo.

Entiendo el teatro como un arte puro y así he intentado practicarlo. Y con puro me refiero a limpio. Ausente de celos, competitividad, ambición y soberbia. Ausente de toda la mierda que mueve el mundo y que, hace tiempo, decidí que no salpicaría mi forma de vivir el teatro. Y trato de compartirlo con gente que lo respire así, con la libertad y el respeto que se merece.

:)       :(

🙂 😦

El teatro y yo hemos pasado por diferentes fases en nuestra relación. Y como todo en la vida, no ha sido siempre fácil. Nos hemos amado mucho, nos hemos cuidado pero también nos hemos abandonado por largos periódos a veces inconscientemente, y otras veces por necesidad. Pero siempre, siempre, siempre, he tenido y a día de hoy tengo, la sensación de necesitarle, de necesitar SENTIR, compartir y volver a construir personas e historias. En las épocas en las que no lo hago me siento más apagada, más vacia, más triste, en definitiva, más incompleta.

¿Y todo esto hoy, por qué? Entre otras cosas porque es el Día Mundial del Teatro y se merece un homenaje. Pero también porque quiero dejar claro que así como a nuestro papa y a nuestra mama no se les decimos «te quiero» sólo el Día del Padre o de la Madre, al Teatro deberíamos amarle, cuidarle y respetarle todos los días. Y digo teatro como podría hablar de arte y cultura en general. De actividades que nos enriquecen, que nos ayudan a crecer personal y mentalmente. En este país, y en muchos otros,  se tiene a la cultura maltratada u olvidada. Y no hablo de que la gente no haga obras de teatro porque la calle Gran Vía está llena de obras en cartel. Hablo de poner en marcha esas sensaciones y permitirnos vivir la vida sintiendo en todas sus facetas. El teatro como forma de vida.

Ahora… ¡cuidado!, que ya me conozco yo a los demagogos. No estoy diciendo que vivamos la vida como si fuera una obra de teatro dramatizando todo y exagerando y creyendonos lo que no somos. Por favor no nos volvamos locos ni volvamos locos al personal. Una cosa son las películas y otra la vida real y parece curioso que yo, precisamente yo que me creo que vivo en una película, esté diciendo esto. Pero no nos centremos en mí que no he venido aquí a «hablar de mi libro». Entendamos que cuando digo «el teatro como forma de vida» es aplicar a la vida la sensibilidad que te aporta el teatro, la confianza hacía y en los demás, el esfuerzo, las ganas de superación, cooperación, aprendizaje, el amor a lo que hacemos y a quienes lo hacen con nosotros, la pasión… En definitiva, los valores. Pero no estar todo el día con el «Ay Carlos Alfredo cuánto me haces sufrir» en la boca. Dramas no, que con la vida ya tenemos suficiente. Como ya lo dijo uno de los grandes…

la-vida-es-una-obra-de-teatro

Lo dicho querido amante de mi vida, compañero de faenas y aventuras, hombro en el que he llorado y culpable de muchas de mis sonrisas… pero sin duda, amigo fiel que me has dado siempre más de lo que me has quitado: TEATRO gracias por existir y dejarme conocerte. Y tu, si tu, si nunca te has acercado ni por un momento al mundo del que te hablo, prúebalo. Puedes hacerlo solo en casa delante del espejo, en el coche o en la ducha, pero déjate sorprender… no tienes nada que perder y sí mucho que ganar. Piensa… y actúa.

Piensa

Piensa

Quien antes corría y ya no puede, habría querido ir más despacio

No sé cómo pueden despertarme tanta ternura las personas mayores. Supongo que porque en sus miradas veo una extraña mezcla de sabiduría fruto de la experiencia y nostalgia por los años que pasaron o los que quedaron atrás. Porque hacerse mayor significa ir, poco a poco, acercándose al final. Y es curioso, pero creo que la carrera de la vida es la única que no queremos ganar, la única meta que no queremos superar y la única que sabemos con total seguridad que alcanzaremos. Y así de contradictoria es la vida. Nos pasamos el día corriendo por llegar a los sitios, a veces incluso vamos más rápido de lo que deberíamos, preocupados por un montón de cosas que hoy nos parecen trascendentales pero que un día, de pronto, quizás un miércoles cualquiera, te levantes y pienses: ¿y todo aquello… para qué?

Ayer, miércoles precisamente, iba en el metro y me ocurrió algo. Perdonarme que siempre os cuente cosas del metro pero paso allí parte del día y comparto minutos con desconocidos que me regalan historias que contar.

Erase una vez…

En cuanto entre en el vagón el barrido de mi mirada se detuvo en la suya. Después recorrí su rostro arrugado, cansado y con una gran mancha negra a la altura de la nariz y el pómulo izquierdo. Respirada fatigado a pesar de estar sentado. Un traje mal conjuntado con unos zapatos viejos formaban parte de su extraño vestuario, acompañado, eso sí, de tres grandes anillos de oro. Una de sus manos se agarraba temblorosa a la barra, muy cerca de la mía. Es sorprendente como a veces las manos de un desconocido pueden acercarse tanto a las tuyas invadiendo lo que, fuera de aquella barra de metro, pueda parece el espacio íntimo y personal. Sin embargo allí todo vale. Todo se comparte.

manos que se rozan

manos desconocidas compartiendo un espacio

“Ring-ring”. Venía de su bolsillo. Con dificultad sacó un teléfono móvil que se llevó a su oído derecho donde tenía un audífono. Me recordó a mi abuelo. Y ahí la fibra tierna se disparó de golpe. 

Hablaba con alguien que le estaba esperando. Él llegaba tarde y de disculpaba diciendo que había cogido el autobús equivocado y se había perdido. Su cara empezó a tornarse en agobio y entonces pensé: “cuánto habrá corrido en su vida este señor”.

El hombre tenía ganas de hablar pero hay una especie de miedo al desconocido y una burbuja en la que todos nos metemos cuando vamos en el metro, en el autobús o andando por la calle. Es una especie de “me da igual lo que pase a mí alrededor mientras no me afecte”. Y eso no debería ser así porque nos perdemos muchas cosas, a mucha gente, muchas conversaciones interesantes.

          ¿En qué parada estamos? – Preguntó al aire el señor sin esperar respuesta mientras retorcía su cuerpo, estiraba el cuello y entrecerraba los ojos para intentar mirar, por encima de sus gafas, el cartel de la estación.

          Nuevos Ministerios – le respondí.

          Gracias. ¿y hasta tribunal cuantas me quedan?

          Gregorio Marañon, Alonso Martínez y Tribunal, le quedan tres – Le dije

Y en ese momento ocurrió algo muy bonito. Había dicho que el señor tenía ganas de hablar, pero hoy creo que era más necesidad que ganas.

          Llego tarde ¿sabe usted? Yo antes nunca llegaba tarde ni si quiera cuando estaba de novio con mi esposa. Mi esposa… que ya no está conmigo, ¿sabe usted? Se marcho hace tiempo…

En ese momento miró hacía el techo del vagón pero yo sabía que estaba mirando al cielo, como si desde allí su esposa nos estuviera viendo en ese momento. Los ojos se le pusieron vidriosos y los míos estuvieron a punto.

          Yo antes me movía más deprisa. Iba corriendo a todas partes… pero ahora ya no puedo. Ahora llego tarde y no me gusta que me esperen, prefiero esperar yo.

          Esté tranquilo – le dije. Para ese momento ya había conseguido calarme tanto como para conversar con él hasta llegar a tribunal – Seguro que llega bien.

          Si pudiera moverme como antes, pero ya no puedo… no sabe usted lo que yo era, ¡ja! casi un atleta… y ahora mire…

Aquel señor, desconocido y tan familiar al mismo tiempo porque me recordaba a mi abuelo, siguió hablando unos minutos más sobre la esposa que ya no tenía, la juventud que había perdido y la falta de agilidad que le impediría llegar a tiempo a su destino. Todo bien acompasado con mirar varias veces su viejo reloj.

“Próxima estación: tribunal”. En ese momento se levantó del asiento tan rápido como pudo y como si no hubiéramos compartido aquel tiempo se fue sin decirme adiós y sin mirarme. Me dio pena que no nos despidiéramos… le observé cómo se bajó desconcertado del vagón y lentamente se dirigió a la salida. Y ahí me quedé, una vez más absorta en mis pensamientos y preguntándome: cuánto habría corrido aquél hombre y si le habría merecido la pena.

Os dejo con un vídeo que me estremeció cuando lo vi y que cada vez que me lo pongo siento cosas diferentes, me inyecta de unas enormes ganas de comerme el mundo. Literalmente, de comerme el mundo. De disfrutar, sonreír, bailar, dejar de preocuparme y no correr tanto. Y supongo que es así porque está contado desde la anciana mirada de quien ya pasó por todo y aprovecha su experiencia para que nosotros, los jóvenes, disfrutemos de cada oportunidad que nos da la vida. Que lo disfrutéis.

¿Puedo ir sin zapatos al cole, mama?

Erase una vez…

Erase una vez una casa que dormía en medio de una ciudad. El viento chocaba contra las ventanas como si quisiera entrar y resguardarse de su propio frío. Llovía. Las gotas de agua resbalaban por los cristales mientras Elena, sentada en la cama con la tímida luz de la mesilla encendida, las contemplaba en silencio. No podía dormir. Llevaba varios días desvelada, dándole vueltas a una pregunta que le había hecho su hija unos días atrás.

Ana tenía sólo cinco años. Cinco infantiles, tiernos y felices años. Hasta aquella mañana, Ana nunca había sorprendido a su madre con ninguna pregunta incómoda o difícil de contestar. Nunca había demostrado ninguna preocupación por algo que no fueran sus juguetes o sus amiguitas del colegio. Quizás por eso se quedó Elena tan pensativa. Por eso y porque aún no había encontrado la respuesta que darle a su hija ni la respuesta que darse a sí misma.  

Era martes por la noche. Ana no había querido cenar y llevaba toda la tarde muy callada. La luz que brillaba siempre en sus ojos se había apagado. Su sonrisa, capaz de arrancar otra a quien la mirara, tampoco estaba en su rostro. No estaba enferma ni tenía fiebre. Elena le preguntó varias veces si le había pasado algo en el colegio pero Ana solo negaba con la cabeza.

Esa noche llovía con fuerza. Elena decidió acostarse junto a su hija y acurrucarla bajos esos brazos protectores que sólo una madre tiene. Cuando el sueño se apoderó de las dos y la casa dormía con ellas al son de la lluvia, Ana empezó a gritar:

          ¡¡Salta, salta, salta!!

Elena se despertó de golpe y asustada desveló a su hija que todavía gritaba entre sueños.

          ¿Qué te pasa Ana?

La niña sólo lloraba. Quedo sin respuesta la pregunta de con qué estaría soñando su hija. Durante los 3 días siguientes Ana estaba triste, apagada, moviéndose casi por inercia, arrastrando los pies como ningún niño debería hacerlo nunca. Los niños no deberían tener la capacidad de sufrir ni de entender el sufrimiento. Para eso están, en todo caso, los adultos.

Durante las 3 noches siguientes Ana se despertó gritando siempre lo mismo:

          ¡¡Salta, salta, salta!!

Elena nunca obtenía respuesta a la preocupación de su hija, hasta que a la mañana del cuarto día, sentada delante de su tazón de cereales de chocolate y en mitad de un silencio poco habitual en las mañanas de aquella casa, Ana pronunció unas palabras muy despacio y casi en un susurro:

          Mamá, ¿Por qué tienen que saltar para vivir como nosotros?

          ¿Qué dices hija? – preguntó sin entender Elena

          ¿Por qué tienen que saltar para vivir como nosotros?

          ¿Quiénes hija? ¿saltar el qué?

          Los que no son como nosotros. La valla alta, mama.

          ¿De dónde has sacado eso Ana?

          En clase hay un niño que no es como nosotros. Tiene la piel negra porque yo creo que ha tomado mucho el sol. Y hay otro niño de mi clase que tiene pecas y dice que el niño que no es como nosotros ha saltado una valla muy alta y que no puede estar aquí. Dice que se tiene que ir al otro lado donde todos son como él y donde van sin zapatos y yo no entiendo por qué no puede estar aquí y por qué al otro lado la gente va sin zapatos. Mama, ¿van sin zapatos porque viven en la playa y toman todo el día el sol o porque allí no hay tiendas de zapatos? ¿Podemos saltar un día la valla y llevar los zapatos que tenemos nosotras? ¿Yo también puedo ir sin zapatos al cole, mama? Quiero ser como el niño de mi clase que tiene la piel negra. No quiero ser como el niño de las pecas. ¿Puedo mama?

Elena se quedó muda. Desde hacía unos segundos sus ojos no habían podido soportar las ganas de llorar y, como ese grifo que no se puede cerrar, había empapado su cara, el mantel y la manga con la que se secaba la cara. ¿Qué podía decirle a su hija que sabía más que muchos adultos?

          Tienes que llevar zapatos Ana, pero no puedo explicarte por qué los niños del otro lado de la valla no los llevan. Sólo puedo decirte que no son diferentes a ti, pero tienen menos suerte y las cosas más difíciles. Ojala tuviera una respuesta mejor, pero no la tengo. Sólo intenta cuidar a toda la gente que te encuentres por la vida, sobre todo a los que no lleven zapatos.

Ana agarró su tazón de leche y empezó a desayunar. Elena nunca supo si su hija había entendido lo que quería decirle pero en realidad había sido la pequeña la que le había dado una gran lección. Su hija de cinco años había sabido mirar en el corazón de su compañero de clase y habría saltado aquella valla cargada con una maleta de zapatos si hubiera podido. Ella sólo tenía cinco años y no podía hacerlo, pero ¿cuánta gente sí tiene la posibilidad y no lo hace?

Si no queremos mirar, nunca veremos. Pero nos guste o no, las cosas están así y no deberían.

Cuando atarse a alguien tiene un significado bello

«Estar atados» a algo o a alguien normalmente no es positivo. Tiene connotaciones de dependencia. Sin embargo, hay gente, que sin ser dependiente, se ata en cuerpo y alma a otras personas para ayudarlas, para dar significado a sus vidas y de paso a la suya propia.

No quiero seguir escribiendo sin antes pediros que le dediquéis 10 minutos, sólo 10 minutos, a este cortometraje, ganador de premios de animación y conquistador de mi corazón desde hace unos minutos. Si tenéis tiempo, sentaos, dejad por un instante todo lo que ocupe vuestro tiempo y  mente y entregaos a este regalo visual, a esta experiencia… luego seguimos.

¿Y?, ¿Lo habeís visto? o debería preguntar si lo habéis sentido. Sé que muchos de los que lean esto, sobre todo personas valientes que conocí hace poco, van a entender este cortometraje porque, por suerte o por desgracia, todos hemos vivido en algún momento escenas parecidas o hubiéramos deseado hacerlo. Me refiero al hecho de recibir la solidaridad de la gente, y no por pena sino por amor o por amistad.  Me refiero al hecho de recibir cariño sin esperar nada a cambio, de encontrarte con gente maravillosa que está ahí simplemente para mejorarte la vida. Los que no lo hemos tenido fácil sabemos lo que se siente cuando alguien te ayuda.

Hago una llamada, por un instante, a que todos nos convirtamos en María. En esa niña que podría jugar con niñas como ella, que podría saltar a la comba o correr detrás de una pelota y, que sin embargo, piensa en otra persona más que en ella misma. Existe mucha gente así. Muchas personas buenas. Y menos mal… sino, no tendría nada sentido.

Sólo quería dejaros esta reflexión y este corto que me ha emocionado. Que tengáis todos un buen día y, si podemos, juguemos todos a ser María. Estoy segura de que «ayudar a los demás» es adictivo pero existe una inexplicable falta de costumbre.