Afilando el hacha

Erase una vez…

Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy, muy lejano, existió un pequeño pueblo de leñadores. Entre todos los hombres fuertes, uno destacaba como el mejor, Brazo de Acero, le llamaban. Los hombres le admiraban y las mujeres le amaban porque con su brazo era capaz de cortar en un día la leña necesaria para todo un invierno.
Un día llegó al pueblo un Rey muy rico que les propuso un juego.

– Le entregaré una gran fortuna a quien consiga talar más árboles en el plazo de siete días – dijo el Rey. Volveré en una semana para que podáis preparaos.

Durante la semana siguiente, Brazo de Acero se dedicó a fanfarronear entre las mujeres los grandes regalos que les haría cuando ganara la fortuna. El resto de los hombres, sólo los cinco que se atrevieron a participar, se dedicaron a entrenar día y noche. Menos uno de ellos, el más delgadito del pueblo. Él se encerró en su casa sin que nadie supiera lo que hacía.

Y por fin llegó el gran día. El Rey volvió y repartió las tierras entre los seis hombres. El mismo número de árboles para cada uno.
Brazo de Acero dedicó día y noche, todas y cada una de las horas que tenía a talar árboles. No paró ni un segundo a descansar. Su fatiga se consolaba tras las monedas de oro que rondaban su cabeza. Y así, árbol tras árbol, fue realizando su tarea.

El segundo día uno de los participantes se rindió. El tercer día otros dos se retiraron. El cuarto día acabó con otro de los participantes. Los brazos hinchados, el dolor de espalda y el cansancio, lograron que poco a poco todos los participantes abandonaran hasta que sólo quedaron Brazo de Acero y el chico delgadito por el que nadie apostaba nada.
Al quinto día Brazo de Acero hizo una breve parada que duró segundos y percibió el silencio del bosque. Sorprendido y extrañado se preguntó:

– ¿Qué estará haciendo ese escuchimizado que no tala y no escucho árboles caer?, ¿se habrá rendido ya? Qué fácil va a ser ganar este premio.

Y continuó talando. Así pasó el sexto día y por fin llegó el séptimo. Para sorpresa de todos, el chico llegó al final y se presentó junto a Brazo de Acero ante el Rey.

– He realizado el recuento de árboles – Dijo el Rey – y sin duda hay un ganador.
Brazo de Acero dio un paso al frente esperando recibir su fortuna pero de pronto el Rey anunció al ganador.
– Chico, acércate, tú eres el ganador. Cuéntanos cómo lo has conseguido, estamos todos expectantes. Has talado sin duda muchos árboles más que tu fornido contrincante.
El chico, tímido, se acercó al Rey.
– Lo único que he hecho es hacer descansos y afilar el hacha. Si yo me encuentro cansado y mi herramienta no funciona, no podré ser productivo. La semana anterior a la competición estuve en mi casa, tranquilo, durmiendo, comiendo bien y preparando mi hacha. Y durante esta semana he intentado esforzarme al máximo en los tiempos que debía hacerlo y descansar en los momentos en los que debía parar. Mi mente me ha mantenido con fuerzas. Es eso todo lo que he hecho.
– Imposible – replicó Brazo de Acero- yo no he descansado ni un segundo, he talado sin parar día y noche durante siete días, es absolutamente imposible.
– ¿Y cómo está tu hacha? – le preguntó el Rey- ¿Y tu brazo?, ¿y tu mente?
Brazo de Acero permaneció en silencio.
– Ahí tienes la respuesta. Toma descansos, distancia, respira, despeja la mente y sobre todo, afila el hacha. Si no, nunca alcanzarás tus objetivos porque el cansancio se lo impedirá.

La primera vez que escuché esta historia, de una manera diferente, me erizó la piel. Era justo lo que necesitaba escuchar.

Me he dado cuenta de que vivimos con prisa, vivimos corriendo, vivimos pensando en lo que haremos después, y mañana y pasado. Vivimos en el futuro con la angustia de que tenemos que alcanzar las metas sin preocuparnos de afilar el hacha, de hacer descansos, de pensar y de darle a la mente la oportunidad de recuperarse.

Yo misma he vivido con miedo, ansiedad y angustia. Con obligaciones que yo sola me ponía en la mochila. Con deberes que nadie me exigía, más que yo misma. Con esa presión en el pecho y esa sensación de “estar perdida”.

Ayer mismo estuve a punto de volver a hacerlo. De volver a meterme en un largo camino sin estar segura de querer recorrerlo, sin estar segura de que sea el momento, sin estar segura de estar preparada y sin escuchar a mi cabeza que me pide un descanso. Pero creo que es hora de afilar el hacha. Y esto no quiere decir dormirse en los laureles, abandonar los sueños y rendirse. Al contrario. Significa parar para coger la fuerza necesaria para dar el salto. Ese impulso sin el que no es posible hacer nada.

¿Y ahora? Ahora a vivir. A dedicarme tiempo. A cuidarme. A mimarme. A darme el permiso de no hacer nada o a darme el permiso de hacer lo que realmente me apasione. Sin presiones. Si consigo liberarme de todo lo que me auto exijo, quizás logre llegar a donde quiero sin dejar en el camino tantos dolores de barriga.

hacha

3, 2, 1… OCUPADA. ME FUI A AFILAR EL HACHA.